Teodoro





  Teodoro, xilografía y collage 

Ana Dueñas

2014



 

La entrada en religión de Teodoro W. Adorno

 

/ Escrito casi nada sobre gatos, cosa más bien rara porque gato y yo somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose (eso es el Tao) y no se me escapa que cada gato en español es amo de las tres letras del Tao, con la g a manera del agujerito que dejan en los ponchos las mujeres de los indios navajos para que no se les quede el alma prisionera en el tejido; pero ya Kipling mostró que el gato walks by himself y no hay Tao ni prosa mágica que lo retenga más allá de sus horas y sus ánimos / W. Adorno no anduvo muchas veces por las páginas de Saignon, hay que explicar que su Yin y mi Yang (o al revés, según las lunas y las hierbas) se fueron amistando y entrelazando sin el menor contrato, sin eso de que te regalan un gatito y vos le das la leche y entonces el animal desenvuelve reflejos condicionados, arma su territorio y duerme en tus rodillas y te caza los ratones, el triste pacto de las viejas con sus gatos, de las gatas con sus viejos.

Nada de eso, mi mujer y yo vimos llegar a Teodoro por el sendero que baja al ranchito y era un gato sucio y canalla, negro debajo de la ceniza polvorienta que mal le tapaba las mataduras, porque Teodoro con otros diez gatos de Saignon vivía del vaciadero de basuras como cirujas de la quema, y cada esqueleto de arenque era Austerlitz, los Campos Cataláunicos o Cancha Rayada, pedazos de orejas arrancadas, colas sangrantes, la vida de un gato libre. Ahora que este animal era más inteligente, se vio en seguida cuando nos maulló desde la entrada, sin dejar que nos acercáramos pero dando a entender que si le poníamos leche en una aceptable no cat’s land condescendería a bebérsela.

Nosotros cumplimos y él entendió que no éramos despreciables; salvamos por mutuo acuerdo tácito la zona neutralizada, sin tanta Cruz Roja y Naciones Unidas, una puerta quedó entornada con dignidad para no ofender orgullos, y un rato después la mancha negra empezó a dibujar su espiral cautelosa sobre las baldosas rojas del living, buscó una alfombrita cerca de la chimenea, y yo que leía a Paco Urondo escuché por ahí el primer mensaje de la alianza, un ronroneo confianzudo, entrega de cola estirada y sueño entre amigos. A los dos días me dejó que lo cepillara, a la semana le curé las mataduras con azufre y aceite; todo ese verano vino de mañana y de noche, jamás aceptó quedarse a dormir en casa, qué te creés, y nosotros no insistimos porque pronto nos volveríamos a París y no podíamos llevarlo con nosotros, los gitanos y los traductores internacionales no tienen gatos, un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson Pollock o Appell / día que nos fuimos, sentimiento de culpabilidad inevitable: ¿y si se había ablandado, si tanta leche y fideos y arrumacos lo dejaban en desventaja frente a los duros de la quema, los machazos de orejas recortadas y costumbres de tropas de asalto? Nos miró irnos, sentado en la parecita de piedra, limpio y brillante, comprendiendo, aceptando. Ese invierno pensé tantas veces en él, lo di por muerto, hablábamos de Teodoro con la voz de la elegía. Vino el verano, vino Saignon, cuando fui a vaciar por primera vez la basura vi de nuevo el salto vertiginoso de ocho gatos al mismo tiempo, barcinos y blancos y negros pero no Teodoro, su corbatita blanca inconfundible en tanto azabache. Previsiones confirmadas, selección natural, ley del más fuerte, pobre animalito.
A los cinco o seis días, cenando en la cocina, lo vimos sentado detrás del vidrio de la ventana, fantasma lunar y Mizoguchi. Su boca dibujó un maullido que el vidrio volvía cine mudo; a mí se me mojaron los ojos como a un imbécil,....